Huella de tinta es un taller de creación literaria para docentes y alumnos del Colegio de Bachilleres 01. Su finalidad es concretar un proyecto literario de los participantes para su difusión digital.
Qué tal si en una de esas comenzamos con este texto... nada más...
Muy distinguido
señor:
Hace sólo pocos
días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza
quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo
entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos,
porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es
que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto,
resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se
reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son
todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente
se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos
son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló
palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las
obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la
nuestra que pasa y muere, perdura.
Dicho esto, sólo
queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio,
pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando
algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último
poema: “Mi alma”. Ahí hay algo propio que ansía manifestarse;
anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos “A
Leopardi” parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande,
tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original,
nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a
Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme
algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con
todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le
corresponda.
Usted pregunta si
sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó
a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los
compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas
redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me
permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está
usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no
debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay
más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta
descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil
extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su
propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en
cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese
en la hora más callada de su noche: “¿Debo yo escribir?” Vaya
cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es
afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con
un “Si debo” firme y sencillo, entonces, conforme a esta
necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de
menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y
testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e
intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y
ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas
y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se
necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí
algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte,
brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole
general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida.
Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su
fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde
sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean.
De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el
recuerdo.
Si su diario vivir
le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser
bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues,
para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar
alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted
se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta
sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría
todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que
guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella.
Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado.
Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su
soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy
lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia
dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos
versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son
buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus
trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza:
trozo y voz de su propia vida.
Una obra de arte es
buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente
en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio
válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy
estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste:
adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su
vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe
crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y
sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a
ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso
y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de
fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte,
independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la
que va unido.
Pero tal vez, aun
después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga
usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir
que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el
intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido
no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en
adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es
lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.
¿Qué más he de
decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y
al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se
forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no
podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si
usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior
llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo
sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.
Fue para mí una
gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek.
Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una
gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de
expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que
aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.
Le devuelvo los
adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más
le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza.
Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme
digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño,
lo soy en realidad.
Con todo afecto y
simpatía,